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Napoleón y Josefina, un amor entre lo profano y lo imperial

La pasión de la pareja se resume en cerca de 300 misivas, que van de la ilusión al desengaño

Napoleón y Josefina, un amor entre lo profano y lo imperial

laura revuelta

«Quise de verdad a Josefina, aunque no la estimaba. Era demasiado mentirosa. Pero tenía algo que me gustaba mucho; era una verdadera mujer; tenía el culo más bonito del mundo, con su isla de Les Trois-Îllets de La Martinica». Napoléon se puso digno al final de sus días, en el exilio de Santa Elena, y resumió su amor, su matrimonio, sus deseos incontrolables por la que fuera su emperatriz, en un bonito culo . Valiente cretino, él y el amor (el suyo), le diría yo si me lo echara a la cara. Hipótesis imposible, claro, pero la Historia te permite este tipo de revanchas verbales. Y después de leer el largo archivo de cartas, alrededor de trescientas, que él le escribió a ella, y que acaba de ser reunido y publicado por la editorial Fórcola en una edición de Ángeles Caso, solo nos queda por delante esta conclusión.

Engaño entre alcobas

Napoleón al final de sus días no estuvo a la altura de las circunstancias, ni del amor, ni de la amada –que también se las traía, todo hay que decirlo– porque por sus trescientas misivas ella le escribió apenas diez en toda la vida (para estar enamorada son bien pocas), y de aquella manera, más por necesidad y asegurar su vida de lujo y frenesí que porque le fascinara un «militarucho» de enana estatura, riqueza material aún más enana, orígenes corsos, y cuyo esplendoroso futuro ni se vislumbraba en el horizonte europeo. Apenas se creía él a sí mismo por aquellos años del final del siglo XVIII. Ni el mismísimo Stendhal, que tanto le ponderaría, supo ver más de allá, pues «tenía un aire tan miserable, que me costó creer que aquel hombre fuese un general. Su aspecto no generaba confianza».

Así era cuando le conoció, mientras que ella ya tenía más vueltas que una esquina de París en estos tiempos de cartas marcadas y muy a la moda del engaño entre alcobas. Algo mayor que él, de origen no muy noble pero tampoco innoble (colonos en La Martinica), casada a los dieciséis años con un vizconde al que ni conocía (Alexandre de Beauharnais), luego viuda, madre de dos hijos que adoptó Napoleón, y dejemos sus correrías e infidelidades tras un tupido velo que solo se descubre con una cortina rasgada por los celos. Entonces, su nombre era Rose. Hasta su coronación como emperatriz tuvo que meterse entre el pecho y su ceñido corsé un centón de almibaradas misivas de un general que era su perrito faldero («¡Addio, mio dolce amor, addio!»), mientras le daba largas entre los brazos de amantes y embarazos falsos y así evitar visitarle en su constante periplo viajero y guerrero, de ciudad en ciudad y de campo de batalla en campo de batalla. Ni la antigua Rose ni la nueva Josefina, emperatriz, estaban para pisar barro por mucho que Napoleón lo cubriera con una alfombra roja tejida con su pasión epistolar. Si las llega a pillar el enemigo... no hubieran tenido que esperar a Waterloo para batirle en retirada.

Napoleón nunca fue muy alto, ya lo sabemos, y la ironía de la vida le condenó a un exilio dentro de una isla en cuyas aguas ni siquiera hacía pie. Miedo le daba. Prefería morir ahogado entre vino y champán. Se le proveía de trece botellas de estos caldos diariamente.

Una llama que se apaga

La ironía del amor condenó su pasión a confundir el culo con las témporas. Josefina nunca cayó en este error, si acaso en confiar que la pasión primeriza de Bonaparte duraría una eternidad, que nunca se iba a apagar, como la llama al soldado desconocido a la que ni siquiera se ha de alimentar echando unas cuantas astillitas o unas furtivas lágrimas de mentirijilla doliente. Josefina fue más lista que el hambre, hasta que tuvo miedo a pasar hambre, y él un hombre ciego ante los engaños de su amada, hasta que abrió los ojos de par en par y la pasión se quedó reducida a las dimensiones de un culo bonito. «Adiós, mi bien amada, un beso en la boca; otro en tu corazón, y otro en tu pequeño ausente», escribía Bonaparte en sus primeras cartas amorosas, aquellas que ella se escondía en el escote y donde la espalda pierde su nombre. Parafraseando a Napoleón, ya ven que el culo de Josefina es el principio y el final de esta historia, que tiene de bonito lo que un culebrón histórico donde se entrecruzan los destinos de los hombres, las mujeres, los países y los imperios. Pasión y poder. El amor en los tiempos de la cólera imperial.

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